Hace unos días me leí la segunda parte de la autobiografía de Deborah Levy y me gusto mucho, y hoy mismo he acabado la primer parte, que me ha decepcionado, ya que me esperaba más. ¿Más qué? Más infancia, más vida.
En esta primera parte Levy explica su infancia en Sudáfrica y explica como su padre fue encarcelado por sus ideas política y de como siendo casi adolescente se van a vivir a Londres, una vez su padre fue liberado.
Y con el mismo estilo de la segunda parte va explicando su vida de exiliada en Londres, y todo ello con la anécdota de que fue escrito en Mallorca, en un hotel de la zona interior, donde fue a relajarse.
Hay historias hilarantes como la del au-pair indio vierten un gran tristeza y otras como su obsesión por comer en una determinada cafetería que son absurdas.
Su manera de explicar es tan sencilla que la lectura fluye a una gran velocidad.
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Primera parte de la «autobiografía en construcción» de Deborah Levy, un relato de la feminidad como libertad y no como castigo.
Deborah Levy arranca estas memorias recordando la etapa de su vida en que rompía a llorar cuando subía unas escaleras mecánicas. Ese movimiento inocuo la llevaba a rincones de su memoria a los que no quería volver. Son esos recuerdos los que forman Cosas que no quiero saber, el inicio de su «autobiografía en construcción».
Esta primera parte de lo que será un tríptico sobre la condición de ser mujer nace como respuesta al ensayo «Por qué escribo», de George Orwell. Sin embargo, Levy no viene a dar respuestas. Viene a abrir interrogantes que deja flotando en una atmósfera formada por toda la fuerza poética de su escritura. Su magia no es otra que la de las conexiones impredecibles de la memoria: el primer mordisco a un albaricoque la traslada a la salida de sus hijos de la escuela, observando a las otras madres, «jóvenes convertidas en sombras de lo que habían sido»; el llanto de una mujer le devuelve la nieve cayendo sobre su padre en el Johannesburgo del apartheid, poco antes de ser encarcelado; el olor del curry la lleva a su adolescencia en Londres, escribiendo en servilletas de bares y soñando con una habitación propia.
Primera parte de la «autobiografía en construcción» de Deborah Levy, un relato de la feminidad como libertad y no como castigo.
Deborah Levy arranca estas memorias recordando la etapa de su vida en que rompía a llorar cuando subía unas escaleras mecánicas. Ese movimiento inocuo la llevaba a rincones de su memoria a los que no quería volver. Son esos recuerdos los que forman Cosas que no quiero saber, el inicio de su «autobiografía en construcción».
Esta primera parte de lo que será un tríptico sobre la condición de ser mujer nace como respuesta al ensayo «Por qué escribo», de George Orwell. Sin embargo, Levy no viene a dar respuestas. Viene a abrir interrogantes que deja flotando en una atmósfera formada por toda la fuerza poética de su escritura. Su magia no es otra que la de las conexiones impredecibles de la memoria: el primer mordisco a un albaricoque la traslada a la salida de sus hijos de la escuela, observando a las otras madres, «jóvenes convertidas en sombras de lo que habían sido»; el llanto de una mujer le devuelve la nieve cayendo sobre su padre en el Johannesburgo del apartheid, poco antes de ser encarcelado; el olor del curry la lleva a su adolescencia en Londres, escribiendo en servilletas de bares y soñando con una habitación propia.
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