Hay libros que no hacen ruido, que no se imponen con tramas explosivas ni personajes heroicos. Libros que simplemente se sientan a tu lado, te miran en silencio y te acompañan. Así es El fin de la soledad, de Benedict Wells. Una novela que no grita, pero que resuena con una fuerza sutil en quien decide detenerse a escucharla.
La historia comienza con una caída. Literal y simbólica. Jules Moreau, el protagonista, despierta en una cama de hospital tras un accidente de moto. Y desde ese instante, mientras lucha con el dolor físico, empieza a reconstruir los fragmentos dispersos de su vida. Como si el accidente hubiese roto algo más que huesos: también las murallas del recuerdo.
Jules es el menor de tres hermanos. Su infancia transcurre entre juegos y cierta inocencia melancólica, hasta que un accidente cambia para siempre el rumbo de su familia. La muerte repentina de sus padres los arroja, a él y a sus hermanos Marty y Liz, a un internado, donde cada uno lidia con la pérdida de forma distinta. Jules se encierra en sí mismo. Se convierte en un observador, en alguien que se esconde en la lectura y en los márgenes del mundo.
Y ahí, entre el dolor y la adolescencia, aparece Alva. Una chica silenciosa, inteligente, con su propia herida a cuestas. No es un amor inmediato ni grandilocuente, pero sí profundo, de esos que marcan el paso de los años y resisten al tiempo incluso cuando todo lo demás se desvanece.
La novela es, en esencia, el viaje de Jules hacia sí mismo. No busca respuestas fáciles ni finales redentores. Su fuerza está en la forma en que Benedict Wells explora la fragilidad humana: cómo sobrevivimos a las pérdidas, cómo el tiempo no cura del todo pero nos enseña a convivir con las ausencias. Con una prosa contenida, sin excesos, Wells consigue emocionar sin necesidad de artificios. Y eso es quizás lo más valioso del libro: su honestidad.
Leer El fin de la soledad es como mirar por la ventana en un día gris. Hay tristeza, sí, pero también belleza. Una belleza serena, que no deslumbra pero que deja huella. Uno termina el libro con una sensación extraña: como si acabara de despedirse de un viejo amigo, de esos que nunca dijeron mucho, pero siempre estuvieron ahí.
---Premis Premi Europeu de Literatura 2016
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