Es de madrugada en la casa de Mario, pero la noche ya no da consuelo. Ha muerto el abuelo Ángel, justo cuando él está a punto de cumplir dieciocho, y esa muerte es como una luz demasiado fuerte que lo obliga a ver las cosas con claridad. Ya nada será igual.
El día comienza en el tanatorio: pasillos silenciosos, sillas incómodas, la familia congregada en ese espacio suspendido entre la vida y la muerte. El ambiente es frío, la piel se eriza, los latidos se hacen presentes incluso donde el reloj parece haberse detenido. Mario observa a los suyos, siente la voz de su madre, el llanto inconsolable de su abuela, los gestos contenidos de aquellos que han venido para acompañar. Cada vez que él quisiera gritar, se encuentra solo con la imposibilidad de decir lo que pesa.
Y sin embargo, ese día largo, tan largo, se entrecorta con recuerdos: veranos en el pueblo, tardes soleadas con el abuelo para regar, para pescar, juegos improvisados, risas que parecían no tener fin. Imágenes simples, pero vivas: la voz rasposa del abuelo contando historias, la manera en que se inclinaba para regar las plantas, o la sombra que proyectaba bajo el olivo viejo. Hay un sabor, en esos fragmentos, de ternura, de cotidianeidad, de hogar que aún late aunque ya no esté.
Mario Barrachina alterna entre el presente del duelo, el peso de la despedida, la ceremonia, la soledad, y el pasado que ilumina, que conecta, que hace entender quién era Ángel, por qué su ausencia duele tanto. No es solo el dolor de perder, sino la responsabilidad de recordar: de rescatar esas piezas pequeñas que conforman la identidad del abuelo y, a su vez, la propia identidad de Mario.
El dibujo acompaña el viaje: líneas sencillas, colores que se tornan grises y apagados en los momentos presentes, cálidos y vivos en los fragmentos de memoria. Cada viñeta funciona como un refugio o como un desgarro, dependiendo de cómo Mario permita que la palabra y la imagen imaginada se acerquen al lector. En los silencios entre las palabras, en los gestos mínimos, una mano que aprieta otra, una mirada que busca consuelo, ahí está la emoción más pura.
No hay artificios dramáticos exagerados. No hay escenas grandilocuentes. El cómic apuesta por lo íntimo, por lo humano, por lo real. Y es precisamente eso lo que lo hace devastadoramente bello: reconocer que el duelo no es una historia ordenada, sino un collage de instantes. Que el recuerdo puede doler y sanar a la vez. Que algunas preguntas no tienen respuesta, que algunas ausencias no se llenan, pero que seguir viviendo y recordando es una manera de mantener vivo lo que fue.
Al final, El día más largo no termina con una gran catarsis, sino con algo quizá más potente: la aceptación tenue, la continuidad. Mario no hace un adiós definitivo; más bien, traza una vía para que su abuelo permanezca en la memoria, para que su figura siga presente en sus días comunes, en sus silencios, en sus pensamientos. El día largo se acorta, tal vez, pero deja huella.
El día más largo es un debut que conmueve, un cómic que sabe que el dolor y la ternura pueden caber en la misma página. No es una obra de fantasía emocional, sino de verdad, esa verdad que duele, pero que también ensancha el corazón. Para cualquiera que haya amado y perdido, es un espejo, un abrazo. Y para quienes creen que los abuelos son solo sombras en las fotos antiguas, este cómic les recuerda que las vidas sencillas pueden ser las más profundas.